viernes, 19 de abril de 2013

CUANDO EL SOL DESCENDÍA EN EL PARQUE DEL CENTENARIO


Por Juliana De Avila

Eran alrededor de las 5 de la tarde, y el sol comenzaba a descender lentamente. Caminaba desprevenida por el Centro Histórico cuando cruzando de pronto una calle, me lo encontré de frente. Era el Parque del Centenario. Sí, aquél parque que se encuentra a un costado de la Avenida Daniel Lemaitre; ese mismo, cerquita del Edificio Banco Popular. Ese, explayado en toda una cuadra, con esos árboles que parecen más bien milenarios, al que prefiero recordarlo como en la época en que fue el sitio perfecto para terminar el fin de semana, donde de niña pude correr, jugar y alimentar a las icoteas y peces que estaban en su pequeña laguna improvisada y de la cual hoy solo queda una espesa y maloliente capa de cosas que prefiero no describir.  El mismo parque del cual ahora solo tengo en mi mente imágenes de prostitutas y  ladrones.

Intenté caminar lo más rápido que pude, mirando sin distracciones hacia el frente. Al instante, la multitud en medio de una gran algarabía llamó mi atención y decidí, dejando de lado todos aquellos malévolos imaginarios, acercarme al lugar y averiguar de qué trataba todo aquel alborozo.

Me aventuré y me encontré ahí con un grupo muy diverso de personas, acomodadas en forma de círculo alrededor de un par de hombres que se quejaban sin cesar: ¡Nojoda esos putos policías qué se creen! Decía el más alto de ellos, de inmediato supe que se trataba del llamado “Uso Carruso”, vestía jeans, suéter en colores oscuros y tenis blancos, en su cara se reflejaba enojo y a la vez desánimo. “¡No importa, nosotros sigamos trabajando si nos quieren sacar, que nos saquen”, decía entre dientes su compañero, apodado “El Mello”, un gordito de cabeza rapada, vestido con una bermuda de jeans, suéter blanco y tenis de colores, se mostraba con una actitud más positiva y retadora.

Ambos son cuenteros, hacen esto todos los días desde hace aproximadamente 9 años, invadiendo con su deslenguado humor todo el lugar. Lo que sorprendía esa tarde era que las risas eran escasas, el ambiente era totalmente diferente, lleno de quejas e insultos. Los espectadores pedían chistes, los cuenteros tenían ganas de comenzar a ganarse la vida, de “trabajar”, pero los policías del CAI central les exigían que se marcharan, que se fueran a otro lado.

Entre la multitud, secretarias que ya no estaban tan uniformadas y elegantes como suelen estarlo en la mañana, ahora, con el rímel corrido, la chaqueta en la mano, con sombras de lo que en algún momento fue el color del pintalabios que llevaban y disfrutando de unas papas fritas, se complacían entre risas y comentarios de aquella escena, a su lado estaban cinco estudiantes, uniformados con batas, con una gran cantidad de libros entre brazos, vivaces e impacientes, involucrándose progresivamente a la tribuna. A unos pasos había más de un par de señores, ya cincuentones y sesentones, seguramente pensionados, sentados, con un periódico en la mano y lanzando ¡hurras! a los protagonistas de la escena.

Un poco más distanciados, pero no menos involucrados, estaban algunos chicos y chicas, estudiantes de bachillerato, sin pronunciar palabras, pero muy atentos a la “lección”, a un lado, un par de jóvenes extranjeras, un poco después revelaron que eran españolas, sorprendidas y entusiasmadas en medio del alboroto, sin perder oportunidad para sacar la cámara, y disparar unas cuantas veces el obturador. Más allá, un grupo de jóvenes, señoras y señores, con aspecto de cansancio, seguramente por estar todo el día “haciendo vueltas”, pero sin importar eso, se mantenían ahí, de pie uniendo sus voces y sus ánimos. Entre todos, se mezclaban también algunos gamines y prostitutas, guardando un poco la distancia, pero igualmente apasionados con las palabrotas y las ocurrencias de los dos personajes. 

Todos reunidos en el centro del parque, hablando, buscando una solución a ese “tremendo problema”, el Uso Carruso afirmaba con fuerza en su voz que ni la alcaldesa ni nadie les colaboraba y realmente necesitaban de esta actividad para mantenerse. De repente, alguien sugirió con plena convicción: "¡vayan donde Campo!", en ese momento pensé que seguramente a la multitud le encantaría esa idea, tenía la certeza de que Campo era el “rey del pueblo”, y hasta yo asentí inmediatamente, pero de repente otro alarido del Uso frenó mi pensamiento. “Campo es igual a los demás, viene, te habla y luego se va y no hace una mierda”, detrás de él las personas reunidas gritaban en aprobación a la consignación del cuentero. 

De un momento a otro, todos  decidieron movilizarse hasta el CAI central, secretarias, niños, estudiantes, con el fin de reclamar la permanencia en ese lugar de estos dos hombres que se ganaron un lugar en la mente, en el corazón y en la dinámica cultural diaria de un lugar, de unas personas, cruzando los limites de las creencias y los prejuicios que en el día todos llevamos con falso orgullo.

A los policías, no les quedó más remedio que aceptar que los cuenteros continuaran con su “trabajo”. Desde ese momento comenzó la faena de chistes verdes, unos provocaban más risas que otros, pero definitivamente todos los espectadores, de alguna forma se sentían representados  e identificados. Todos producían risas y comentarios, todos hacían parte de lo que era hace un par de años, cuando el sol descendía en el Parque del Centenario.  

Hoy, el parque es un espacio restaurado que aún no abren al público y que nosotros, cartageneros y cartageneras, seguimos esperando. No solo por lo físico que hace falta, sino por esa cantidad de dinámicas que hacen parte de la cotidianidad de la ciudad y que hoy están ausentes. Hoy, a pesar de las consignaciones del Uso, nuestro pueblo salió y votó por Campo, y la palabra del cuentero plebe se cumplió, “Campo es igual a los demás viene, te habla, luego se va, y no hace una mierda”


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